Crónica:
Mi llegada a Marrakech, Marruecos
Entre el caos y el encanto de una ciudad
Llegué al Aeropuerto de Marrakech-Menara
desde Madrid, en un vuelo, de ida y vuelta, que me costó a menos de
cuarenta euros por Ryan Air, una aerolínea irlandesa de bajo costo. El
billete de avión lo compré con quince días de anticipación por Internet para
conseguir ese precio cómodo. El viaje duró casi dos horas. Salí de ese
aeropuerto después de una y mil preguntas del policía de inmigración al ver mi
pasaporte peruano, pero sabía que me iba a dejar entrar en su país porque los
peruanos no necesitamos visa para viajar a Marruecos. Ya en la calle, cogí un
autobús rumbo al centro de la ciudad: la enigmática Plaza de Jamaa el
Fna .Pagué algo más de dos euros por ese transporte público.
En esta plaza había un tráfico total,
gente y animales por doquier, y un calor sofocante de más de cuarenta grados en
pleno agosto. Jamás vi un semáforo, ni pasos de cebras en el centro de la
ciudad. Ese disturbio y ese instinto de supervivencia al cruzar calles
llenos de peatones temerarios, automóviles irrespetuosos, locas motocicletas,
viejas bicicletas, coches de caballos para turistas y burros de carga, no sólo
me encantaron, sino que me fascinaron. Ese espectáculo callejero me
decía que estaba en un mundo árabe, tan lejos de la cultura occidental.
La verdad, no tenía un plan estratégico
para mi viaje de mochilero en esa ciudad marroquí, así que deambulé
alrededor de esta plaza para encontrar un lugar decente y barato para pasar la
noche. Mi meta era no pagar más de diez euros, o quizás algo
menos. Tenía que administrar bien mi dinero, ahorrar lo más
posible, para quedarme más días en este misterioso y
embrujante país que ya me empezaba a hechizar.
Encontré una pensión asequible a cien
dirhams la noche: el dírham es la moneda marroquí. Al cambio monetario, te dan
alrededor de diez dírhams por un euro. La habitación era amplia y limpia, pero el baño, sin papel higiénico, y la ducha eran compartidas.
Había un muchacho amable y vestido con una chilaba blanca en recepción que cuidaba que ningún extraño entrara
al edificio y una sufrida señora que no dejaba de fregar los suelos a toda hora, como
si fuera una cenicienta cincuentona. El lugar parecía seguro;sin embargo, no dejé mi
tarjeta de crédito en mi habitación. La llevaba siempre conmigo,
ocultándola en mi ropa, por si acaso desapareciera por arte de magia y
se estropearan mis usteras vacaciones.
Salí del hotel, me dirigí al banco más
próximo y saqué algo de dinero marroquí del cajero automático. Después me puse
a dar algunas vueltas por esta plaza y me maravillé presenciando a encantadores
de serpientes, circos ambulantes, monos amaestrados, peleas de boxeo, danzas
moras, tatuadoras de henna y un largo etcétera.
Esta plaza me encantó a rabiar. Su olor a
pócimas mágicas, la música de tambores, los discursos callejeros en árabe y
ese ambiente diferente al occidental me hipnotizaron llevándome a
unirme a esta maravillosa cultura y su singular gente. Me vi entre la multitud
que miraba como unos bereberes jugaban peligrosamente con unas cobras y
serpientes de cascabel. Uno de estos artistas reconoció que yo era un
extranjero y me pidió una colaboración monetaria: gustoso le di diez dirhams,
pero él quiso más y abandoné ese ruedo de espectadores para ir hacia un grupo
de personas que estaban viendo a unas bailarinas, que hacían la sensual danza del
vientre. Mayor fue mi sorpresa cuando me di cuenta que esas danzarinas
eran unos varones disfrazados de odaliscas. No comprendía ese travestismo
permitido en un país musulmán.
Me acerqué luego a otro espectáculo
callejero donde se escuchaba música magrebí. Vi unos jóvenes que
bailaban contoneando sus hombros hacía atrás y hacía adelante, como si
estuvieran poseídos por un demonio. Me quedé extasiado, y quise bailar al ritmo
de silbidos de mujeres, palmadas y tambores electrizantes.
Ya se hacía de noche y tenía
ganas de cenar. Noté que se habían colocado en la plaza unos puestos de
comidas que captaban principalmente a turistas. Me senté a comer en uno de esos
quioscos y pedí un pincho moruno, una especie de anticuchos, que olía y sabia deliciosamente, y una helada
coca cola. Pagué alrededor de veinte euros. Era un precio caro para estar en
Marruecos, donde el sueldo mínimo mensual era alrededor de doscientos
cincuenta euros. Me pareció entender que los marroquíes pensaban que los
turistas extranjeros estaban llenos de dinero y tenían que cobrarles el doble
que a los nacionales, algo parecido a Perú. Dejé de pensar que me habían timado y nuevamente me
dirigí al centro de la plaza para seguir mirando a los artistas
callejeros.
Ya era medianoche y la gente seguía
llegando a este lugar porque ya ese terrible calor había disminuido considerablemente. Me estaba
acercando a la multitud que observaba a dos niños haciendo malabares
circenses cuando un joven mendigo me pidió dinero, yo caritativo le di diez
dirhams; pero este sujeto al ver que yo había sacado la
billetera, aprovechó para pedirme también un billete de diez euros. No
acepté tal atrevimiento y educadamente se lo hice saber; sin embargo, él insistía
siguiéndome por toda la plaza, así que tuve que decirle que si no me dejaba en
paz,llamaría a la policía. Santo remedio: él se fue a buscar a otra
víctima ingenua extranjera para tratar de aprovecharse. Parece ser que los
marroquíes tienen miedo a las autoridades. Felizmente la mayor parte de estas
personas son amables, humildes, educadas y ,me atrevo a decir, algo ingenuas, sin esa picardía de los peruanos criollos.
Con un poco de temor por ser extranjero,
estar solo y ser muy de noche decidí regresar a la pensión satisfecho
de haber pasado mi primer día en esta hermosa ciudad: Marrakech.